martes, abril 10, 2018

LA AMANTE



Hola, mi nombre es Inés y en estas líneas se las voy a dedicar a la historia de una etapa de mi vida. A este episodio lo llame: ‘La Amante’.
Soy una mujer como cualquiera, como cualquiera que puedes conocer en tu vida. Soy de mediana edad, con dos hijos adultos, ambos profesionales y, sobre todo, soy jovial y con energía de sobra: la buena vibra como dicen por ahí.
Mi peso, bueno, al parecer para resto del mundo era un problema, para todos… menos para mí.

Cómo inició mi historia

Hace 8 años, fui una mujer que se encontraba en el tope de su carrera profesional, era gerente general de una transnacional: era la única mujer dirigiendo un equipo de 200 hombres. Sí, esa era yo. Una mujer madura con poder, algo que, en Latinoamérica representa un gran peso.
Un día feriado, ­­­—de esos que te hacen recordar que eres una mortal y no la mujer poderosa que era­­­— mientras esperaba en la fila del supermercado a que la amable cajera cobrara lo que me tocaba; cruzo la mirada con un hombre apuesto.
Un hombre de aspecto varonil, alto, de mandíbula cuadrada, de nariz respingada, de mirada intensa —de esas que te hacen mojar las bragas— Nos miramos y de inmediato brotó una chispa entre ambos.
Entre miraditas y sonrisitas, nos conectamos y empezamos a conversar sobre unos premios que se debían canjear por las compras que habíamos realizado. No me pregunten como terminé conversando con un desconocido cinco horas en un restaurante, porque yo no puedo responder esa pregunta.
Para mí, fue como que hubiesen transcurrido 10 minutos de conversación y así fue como hicimos planes para vernos el siguiente fin de semana. Los cinco días que transcurrieron, nos escribíamos mensajes como dos adolescentes que desean conocerse y saber todo sobre la otra persona —había mucho entusiasmo, amor flotando en el aire, esos días fueron muy alegres y risueños para mí—.  
La conexión fue instantánea, a un nivel que me sobrepasó, no importándome su estado civil: sí tenía perro, si tenía una vieja que lo esperaba en casa para darle comida en la boca, o para calentarle la cama. Sin vergüenza lo escribo, no me importó.
Ahora entiendo por qué haber preguntado cuál era su estado civil, me hubiese salvado del abismo, ese abismo al que me lance sin paracaídas, sin ningún tipo de condiciones. Esa pregunta me hubiese servido de barrera, pero ¿saben qué? El hubiera no existe.
El susodicho, me cautivó, y les voy a revelar su nombre: se llama Juan. Debo confesar que al poco tiempo estaba rendida a sus pies, era el amor de mi vida y, según sus palabras, yo era el suyo.
Pero Juan pasaba solo los fines de semana conmigo, y se preguntaran por qué: de lunes a viernes lo pasaba con su esposa e hijo, hijo que amaba profundamente y por esa razón no se podía separar de vieja víbora que lo tenía atado, todo por su pequeño ¿conmovedor, no? Pobre Juan que debía soportar a la bruja de su esposa por su hermoso vástago. Sin embargo, ese pequeño detalle técnico siguió sin importarme, con tal, lo tenía todo el fin de semana para mi solita.
Juan no tenía trabajo, tenía ciertas carencias, ciertos problemas económicos y otros detalles que se pueden imaginar. Gracias a mi posición e influencia en la organización donde trabajaba, logre conseguirle un puesto de chofer, como camionero.
A Juan, a pesar de su trabajo, no le alcanzaba el dinero. Me contaba sobre la precariedad en que vivía junto a su amado niño. Dadas las circunstancias y que mi corazón se oprimía, decidí darle mi tarjeta para que cubriera ciertas necesidades y disminuir su angustia.
De esta manera, Juan logró amueblar su casa, logrando así, comodidad para su familia: esto me hacía feliz, porque Juan era feliz.
Hoy mirando hacia atrás, haciendo retrospectiva, pude notar como Juan lograba que yo accediera a comprarle cosas, por ejemplo: un juego de comedor, un nuevo juego de cuarto para el pequeño, muebles para el jardín, sofá y otros enseres.
Juan me contaba angustiado que su hijo mientras jugaba se había dado un golpe es su linda rodilla, todo porque el juego de comedor está roto, el niño quiso cambiar de silla y la silla estaba rota.
Claro, me pesaba lo que me contaba y me pesaba que él, en su rol de padre no podía solucionar cosas como comprar un juego de comedor nuevo para que su hijo no volviera a caer. Y digo en mi rol de padre, porque si fuera de madre, solo le habría brindado consuelo y, quien sabe, una tarde de buen sexo.
¿Qué otras cosas hacía por Juan, además de darle dinero? Le preparaba comida, la llevaba a donde él se encontrara; me vestía linda y sexy, para agradar a mi hombre; le daba mi coche, para que estuviera cómodo. Debo admitir y con mucha vergüenza, que en ciertas ocasiones le mentí a mi hijo por andar con el hombre, que me subía el ánimo y me bajaba las bragas, cuando debía ir a reuniones familiares.

El desenlace

Un día como cualquiera, pero un día fatal para mí —aunque hoy comprendo que fue bueno— fui despedida, sí… fui despedida de mi trabajo como gerente general de esta prestigiosa transnacional.
Me sentía desdichada, vencida y achicopalada. Lo recuerdo como si fuese ayer, era viernes y corrí junto a Juan a contarle mi desgracia. Juan solo me dijo que habláramos al día siguiente.
Yo me encontraba sentada en la mesa de mi casa cuando Juan llegó y me soltó la bomba atómica, me dijo estas palabras, que las recuerdo con cierto pesar: nuestra relación llega hasta aquí… no puedo seguir contigo, porque debo hacerme cargo de mi familia… y tú… ya no puedes ayudarme.
Cada palabra que salió de la boca de Juan, fue como una daga que se enterraba en mi carne sin anestesia, y se repetían una y otra vez en mi cabeza, ¿qué acababa de ocurrir? Sí, Juan me dejó cuando quedé desempleada.
Quedé en shock, ese día pasó a ser, uno de los más doloroso de mi existencia. ¿Recuerdan esa antigua caricatura que se llamaba ‘el correcaminos’? sí, esa del coyote que perseguía siempre a la pequeña ave, pero en el final, el pequeño pájaro corría con tal velocidad que dejaba líneas llameantes sobre el pavimento, eso hizo Juan ese día.
Me sentí, literalmente, que me habían movido el piso, estremecido mis cimientos, porque yo confiaba en él, yo lo amaba. Caí, sin paracaídas alguno y abrace el abismo.
Ese día experimente, lo que es el limbo, lo que es humillarse frente a un tercero, lo que es arrastrarse al subsuelo: le supliqué, le lloré, le rogué con toda mi alma, que por favor no me dejara. No se conmovió ni un ápice, ni centímetro, ni un poco de remordimiento vi asomarse por su clara mirada, no lo hubo.
Los días siguientes, —que fueron tres años de mi vida— me convertí, literalmente, en su perra. Perdí todo de mí, toda mi esencia, todo mi ser. Esa mujer jovial y alegre, se fue al caño y junto con ella, mi peso… claro, ahí iba implícitamente, mi autoestima.
Deduzco, que por lastima tenia sexo conmigo, de vez en cuando, yo era la gallina que picoteaba sus sobras… no sé cómo llegué a menospreciarme tanto.
Cada vez, me sentía menos yo. Hasta que un día, Juan llegó a mi casa, se duchó —como era su costumbre— se acercó dónde estaba sentada e intentó introducir su pene en mi boca. Le dije: —vístete, ya no quiero nada contigo—. Juan pensó que era un arranque de malcriadez de mi parte, un momento de necedad, o quizás, un poco de locura transitoria, que se solucionaría con un: —no seas tonta y desvístete—. 
Pero, la mujer jovial y alegre, estaba en alguna parte de mí ser, no había muerto. Así, que muy serena le espeté: —no, de ahora en adelante…­—tome una pausa y proseguí —no estaré más contigo…—lo mire de reojo y continúe —si quieres te bañas y comes. Pero sexo, sexo no habrá más—. Juan enfureció, sus facciones se transformaron, lo pude notar porque lo conozco.
Intentó introducir su pene en mi boca, nuevamente y yo, con una calma, que ni yo misma creía que podía tener, le dije una vez más: ­—es en serio… vístete que esto se acabó—. Su furia creció un poco más, de por sí, ya estaba molesto. Y me amenazó diciéndome que no lo vería más, pues estaba humillado hasta la mierda y con el pene erecto.
Me dijo que no iba a encontrar otra pija como la suya, que nunca se había sentido tan humillado con esa noche. Se vistió y se largó. Todavía no me reconozco, no sé de donde salió esa fortaleza que desconocía, se encontraba en mí.
Hoy, después de ocho años, entendí que en ese momento me sentí bien, me sentí liberada, como si hubiese estado secuestrada y, ese día, me rescate a mí misma.
Hace cuatro años que no sé nada de Juan, si quieren saber que hizo Juan después de aquel rechazo, pues les cuento que hizo todo ‘lo normal’ que hace un hombre cuando es humillado en su hombría. Me pidió reiterada veces, que reconsiderara mi decisión —que fue algo que aprendí—.
El día que recuperé mi autoestima, la valore mucho más. La valore como si se tratara de una obra de arte o es pequeña cadena de oro especial que me regaló mi papá cuando era chica.
Mi aprendizaje: No colocar en otros el poder sobre mí, que quererme es mi prioridad y, que quien entre a mi vida, tiene que tocar muy fuerte la puerta. Y que en ese momento: yo, Inés, éste vestida para recibir visitas.
Y para cerrar este capítulo de mi vida, aprendí: no seas el postre, cuando puedes ser el plato principal.

Redacción de estilo por Roxana Rodríguez

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